En un momento u otro, todos hemos sido víctimas de la
inseguridad que, a su vez, puede dar lugar a pensamientos sospechosos. No
obstante, cuando los pensamientos siempre versan sobre la percepción de
amenazas debemos dar un paso atrás ya que podríamos estar cayendo en la
paranoia.
La paranoia es una distorsión cognitiva, una visión
consistente pero sin fundamento de que los demás nos quieren hacer daño de
alguna manera. Está marcada por una tendencia a interpretar las situaciones
neutrales como amenzantes. Es una característica de enfermedades mentales
graves, sobre todo en la esquizofrenia.
Pero la paranoia no se limita a quienes sufren de una
psicopatología sino que se manifiesta bajo un amplio espectro que puede afectar
a muchísimas personas supuestamente sanas. De hecho, se conoce que la paranoia
de "todos los días" afecta a alrededor de un tercio de la población
mundial. En este caso, quienes sufren de “paranoia cotidiana” creen que sus
amigos, conocidos o incluso los extraños son hostiles o sumamente críticos para
con ellos.
Lo que distingue la paranoia clínica de la paranoia
cotidiana la fuerza de las ideas y cuánto intefieren en el funcionamiento de la
persona. Obviamente, los límites no están muy bien definidos ya que dependenrán
de cuanto sufrimiento o discapacidad provoca la paranoia.
Sin embargo, la paranoia común no solo existe sino que está
en aumento. ¿Por qué? Debido esencialmente a que los medios de comunicación
actuales no dejan de transmitir noticias de amenazas que despiertan el miedo en
una población ya susceptible. Ahora más que nunca, el escenario está listo para
promover la sospecha.
De la misma forma, las redes sociales como Twitter o
Facebook, que generan la creencia de que los detalles de nuestra vida privada
les interesan a todo el mundo, también podrían generar pequeñas dosis de
paranoia cotidiana.
Lo cierto es que un poco de desconfianza es adaptativa y nos
ayuda a detectar el peligro. Sin ella, no nos daríamos cuenta de las señales de
advertencia del medio pero la paranoia va un paso más allá y nos hace
reaccionar de manera exagerada ante los estímulos del medio.
¿Qué estás mirando?
La paranoia se caracteriza por una fuerte tendencia a emitir
una luz negativa sobre las interacciones ambiguas, sobre todo las que dejan
mucho espacio para la interpretación. Por ejemplo, estamos caminando por un
pasillo del trabajo cuando un compañero pasa sin saludar. ¿Qué pasa por tu
cabeza? Si eres como la mayoría de la gente se activarán automáticamente una
serie de interpretaciones y ahí es donde entra el juego la interpretación
paranoica. Es decir, podemos pensar que estaba ensimismado en sus pensamientos
y no se percató de nuestra presencia o, al contrario, que le caemos mal y por
eso no nos saludó. Una situación neutral se vuelve negativa en nuestra mente.
El problema radica en que las personas paranoicas sufren de
un pequeño defecto cognitivo que les impide leer adecuadamente las expresiones
emocionales de los demás. De esta forma, llenan el vacío con su imaginación.
La anatomía de la paranoia
Nuestros cerebros casi siempre están aletras ante cualquier
soplo de peligro. Prever las amenazas es importantísimo para poder sobrevivir y
esta es una herencia ancestral que nos dejaron nuestros antepasados de la Edad
de Piedra.
La evaluación del nivel de amenaza se origina en la amígdala
que después desencadena una respuesta de lucha o huida. Esta
evaluación-respuesta se realiza en cuestiones de segundos y a veces tiene que
intervenir nuestra corteza frontal para calmarnos y hacernos ver que no se
trata de una serpiente sino de una rama de árbol.
Por supuesto, este sistema está sujeto a alteraciones muy
sutiles derivadas de la ansiedad, la depresión, el consumo de drogas o incluso
la falta de sueño. Estos factores pueden transformar los estímulos inofensivos
en situaciones de pánico. En otras palabras, no nos percatamos que la serpiente
es una rama de árbol y nuestro sistema de alarma continúa “encendido”. Un
mecanismo similar ocurre en el cerebro de las personas paranoicas solo que
ellas confunden los comportamientos neutros o incluso amables con
comportamientos hostiles.
En el 2008 investigadores de Oxford desarrollaron un
experimento muy interesante. Invitaron a 200 personas normales a que dieran un
paseo virtual en el metro de Londres. Posteriormente, cada persona debía
reportar qué sintió. Asombrosamente, el 40% reportó ideas paranoides.
No obstante, lo más curioso fue que quienes experimentaron
pensamientos paranoicos eran los que habían presentado anteriormente mayores
niveles de soledad y falta de apoyo social, dos indicadores clave que aumentan
la ansiedad. Y ya se sabe, mientras más ansiosos, menos oportunidades tendremos
de distinguir la serpiente de la rama del árbol.
No obstante, la preocupación y el aislamiento no son los
únicos caminos hacia la paranoia. Quienes tienen una predisposición genética a
la ansiedad también pueden ser más susceptibles a ideas paranoicas. También se
ha demostrado que la depresión y la baja autoestima contribuyen a la paranoia.
También existe una teoría que afirma que cuando somos
adolescentes todos somos particularmente proclives a las ideas paranoicas. ¿Por
qué? Simplemente porque en esta etapa de la vida nos sentimos muy vulnerables y
confundidos, casi nunca nos sentimos cómodos con nuestro físico o habilidades y
tendemos a pensar que los demás nos observan y que incluso se ríen de nosotros.
Sin embargo, en la misma medida en que crecemos y vamos consolidando nuestra
personalidad, la paranoia nos abandona. Pero no en todos los casos.
Las investigaciones epidemiológicas han demostrado que las
personas con un nivel socioeconómico más bajo tienden a tener más ideas
paranoicas y que los hombres son más proclives a experimentar una paranoia más
intensa que las mujeres (quienes se ven más afectada por la paranoia
cotidiana).
Afortunadamente, la paranoia cotidiana se puede controlar.
Basta tomar un respiro y alejarse del pensamento para preguntarse si es cierto
o no.
Fuente:
Booth, S.
(2011, Noviembre) A Slew of Suspects. En: Psychology Today.
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