El centro de las emociones humanas descansa en el sistema
límbico y no en el corazón, como se pensaba antiguamente. Lo curioso es que la
música es capaz de llegar con una intensidad peculiar hasta la amígdala, la
estructura que gestiona las emociones. De hecho, cuando nuestro cerebro percibe
una melodía, nuestro sistema neuronal se conecta con los núcleos de la emoción
y es por eso que podemos reconocer una canción o asociarla con determinados
recuerdos.
Un estudio desarrollado en la Universidad de Frëie, en
Alemania, ha descubierto que las personas que presentan lesiones en la amígdala
no reconocen las diferencias entre una música con tintes tristes y una de
impronta tenebrosa (como las que se utilizan en los filmes para acentuar el
miedo en los espectadores) sino que tan solo reconocen la música alegre.
La indiferencia ante las emociones que transmite la música
también se ha apreciado en quienes padecen el Síndrome de Asperger, un
trastorno en el cual la amígdala está muy poco desarrollada. Estas pistas le
han servido a los investigadores para hipotetizar que la música está
fuertemente ligada al procesamiento emocional y que incide en nosotros sin
importar nuestra edad o raíces culturales.
En general, la música que podríamos calificar como “triste”,
imita la prosodia de una voz cansada y deprimida, características bastante
universales a través de diferentes culturas. Tanto es así que investigadores de
la Universidad de Estocolmo han desarrollado estudios transculturales en los
cuales se ha apreciado que los camerunés, incluso si jamás habían escuchado la
música occidental, eran capaces de distinguir cuando se trataba de un sonido
triste, alegre o tenebroso.
Obviamente, esto no significa que solo la música con tintes
tristes sea capaz de arrancarnos emociones. De hecho, también nos puede
emocionar una melodía que nos haga evocar un recuerdo particularmente triste,
incluso si se trata de notas alegres.
Una perspectiva inusual
El hecho de que las notas tristes nos entristezca no tiene
grandes secretos. Todo resulta muy lógico. Sin embargo, la música triste tiene
una función aún más sorprendente e incluso, contradictoria. De hecho, en
determinadas circunstancias, nos puede alegrar.
Me refiero a esos momentos en que nos sentimos nostálgicos y
deprimidos y elegimos una música a tono con nuestro estado de ánimo. No se
trata de que tengamos tendencias masoquistas sino de que realmente, la música
en general libera dopamina (también conocida como la hormona del placer).
Como podrás presuponer, todas las canciones no provocan una
liberación idéntica de dopamina. Esto dependerá de cuan placentera nos resulte
la música. Usando complejas técnicas de imagen (tomografía por emisión de
positrones y resonancia magnética funcional) se ha podido apreciar que la
dopamina se libera en el momento más álgido de la melodía, justo en ese
instante en que nos recorre un escalofrío. No obstante, apenas unos segundos
antes se produce otra descarga de dopamina que está relacionada con la
anticipación de la melodía (obviamente, cuando conocemos la canción).
En este momento de placer se activa una zona del sistema
límbico denominada núcleo accumbens que es, literalmente, inundada de dopamina.
Esta zona es la responsable de la euforia pero también desempeña un rol
protagónico en la sensación del placer y la adicción.
Esto significa que realmente la música triste ejerce un
poder regulador de las emociones y realmente nos alegra. De hecho, cuando nos
sentimos mal, no elegimos una música cualquiera al azar sino aquella que
realmente nos gusta. De esta forma estamos, sin saberlo, equilibrando nuestras
emociones.
Fuente:
Koriat, A.
& Bjork, R. A. (2005) Illusions of Competence in Monitoring One's Knowledge
During Study. Journal of Experimental Psychology: Learning, Memory, and
Cognition; Vol 31(2): 187-194.
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